Las universidades actuales habrán de agruparse según dimensiones como historia, propósitos, vínculos, logros en investigación y preocupación por la inclusión de jóvenes vulnerables.
por Ennio Vivaldi – 14/02/2015
DISCUTIR una nueva ley para la educación superior a 34 años de la promulgación de la Ley General de Universidades, invita a conversar sobre los valores y procedimientos con cuya impronta se quisiera caracterizar a la actividad universitaria y a la sociedad chilena. Si por fin se ha de modificar el sistema de universidades establecido en 1981, habrá que evaluar sus premisas, ejemplo extremo de imposición de una convicción ideológica, y sus resultados.
La deificación de la idea de instituciones y personas compitiendo en pos de su propia conveniencia, definió en 1981 un nuevo ordenamiento universitario. Una prevista gran expansión de la matrícula se ejecutaría a través de nuevas instituciones de educación superior que se constituirían en un mercado. Los jóvenes se concibieron como un contingente deseoso de invertir dinero en su educación con miras a un mejor estándar de vida posterior. Las universidades habrían de rivalizar por más y mejores alumnos, y la función docente -incluso en las universidades estatales- se pagaría con los aranceles cobrados a los estudiantes.
Así, las universidades estatales lo seguirían siendo sólo en el espíritu de sus propias comunidades, pues en sus interacciones financieras funcionarían como privadas. La miopía reduccionista no quiso ver la obvia multidimensionalidad de la vida universitaria y el peso de factores como tradición, historia, compromiso e identidad.
Hoy queremos discutir y concordar responsablemente una nueva legislación. Lo primero será definir qué es una universidad en términos de su tarea académica expresada en docencia de pre y postgrado, investigación, extensión y vinculación con la sociedad. Las universidades actuales habrán de agruparse según dimensiones tales como historia, propósitos, vínculos, dependencias, logros en investigación, génesis de gobernanza y preocupación por la inclusión de jóvenes vulnerables.
En todo el mundo, un grupo nítidamente definido es el de las universidades estatales, clave para el desarrollo social y económico de cualquier país, y con el deber de jugar un rol integrador, respetuoso de la diversidad y activamente incluyente. En todo el mundo son gratuitas o de arancel comparativamente bajo, preocupándose el Estado de manera prioritaria por su desarrollo. El Estado contribuirá también al financiamiento de las universidades privadas, conforme a los intereses de la nación. En investigación y docencia se habrá de continuar con concursos competitivos en que participen todas las universidades, a la vez que se fomentarán la interacción cooperativa entre ellas y la transdisciplinariedad. Muy especialmente, las universidades estatales deberán fortalecerse y articularse como un sistema interactivo en docencia, formación de postgrado, investigación y extensión. El Estado deberá comprometerse con inversiones de infraestructura y crecimiento de la matrícula.
La evaluación de calidad de las universidades habrá de compatibilizar la exigencia del carácter universal del conocimiento con su pertinencia a nuestra realidad nacional.
El acceso a la universidad deberá promover la inclusión de jóvenes vulnerables. Los datos de ingreso indican que la política universitaria impuesta en Chile en 1981, centrada en el individuo, falló en lo más fundamental de ese enfoque: otorgar a cada individuo una oportunidad real de desarrollarse. Eso debe corregirse. Pero también el momento actual nos demanda complementar ese enfoque con el de pertenencia a una sociedad cohesionada. Es el país entero el beneficiado por lo que ocurra con las universidades, por la calidad formativa y el compromiso social de sus egresados, por la pertinencia y productividad de la investigación que realizan, por el impacto cultural de sus tareas de extensión.
Fuente: http://www.latercera.com/noticia/opinion/2015/02/893-616781-9-inclusion-y-calidad.shtml